La cuestión turca



Un reciente artículo publicado en El Mundo trataba de encontrar alguna respuesta a la violenta situación de caos que se vive en Turquía. El periodista en cuestión se preguntaba por el origen último de las protestas que se han extendido por todo el país. No llegaba a comprender cómo la simple tala de unos cuantos árboles en una céntrica plaza de Estambul había degenerado en días interminables de batallas campales. Lo que en un principio parecía una simple reacción de grupos ecologistas frente a los desmanes urbanísticos pasó a convertirse de la noche a la mañana en un amplio y radical movimiento de contestación a las políticas del actual primer ministro Erdogan. La prensa y los medios occidentales se han apresurado a calificar a los manifestantes como “indignados”, englobando las protestas dentro de un contexto más amplio que podría entroncarse con las primaveras árabes y otras tendencias surgidas al amparo de la actual crisis, como el 15M o Occupy Wall Street.

Sin embargo, hay algo que no acaba de cuajar en todos esos paralelismos que se pretenden crear entre las protestas turcas y la inestabilidad social de países como, por ejemplo, España, Grecia, o los del norte de África. Al fin y al cabo, Turquía ofrece un panorama socio – político y económico que difiere bastante respecto a sus vecinos mediterráneos o respecto a la situación que viven los países capitalistas occidentales.

La historia democrática turca es reciente y débil. Es precisamente su escasa vida la que impide el fortalecimiento de los mecanismos democráticos, con la presencia perenne de un ejército demasiado poderoso pese a sus concesiones y con la amenaza constante de un islamismo que puede radicalizarse. Esa fragilidad es la que posibilita, por otra parte, la persistencia de fuertes desigualdades sociales en un país que ha vivido en los últimos años una cierta prosperidad económica. Su situación geográfica ha sido la gran baza del desarrollo turco de las últimas décadas. Su papel de puente de conexión entre las fuentes energéticas caucásicas y una Europa cada vez más necesitada de las mismas ha sido fundamental para entender el reciente desarrollo del país. Esa bonanza ha permitido que algunos analistas hablen sin tapujos de una especie de neo – colonialismo otomano que extiende su influencia por los territorios del antiguo imperio. Por citar un ejemplo, la presencia turca en Bosnia ha levantado serios recelos por parte de las autoridades europeas y los vecinos croatas (católicos) y serbios (ortodoxos).

La revuelta turca parece dirigirse contra las pretensiones islamizadoras del primer ministro Erdogan (supuestamente islamista moderado). Sin embargo, la simpleza de esta causa encierra toda la complejidad que rodea a la reciente ola de protestas. Mientras en los países occidentales se pretende ver en la supuesta crisis el motivo último que justifique el creciente malestar social, el panorama económico turco difiere respecto a la situación financiera de Europa o los Estados Unidos. Se supone que Turquía vive años de un considerable crecimiento económico. En el escenario turco, pues, sería más conveniente referirse a un problema derivado de la redistribución de la riqueza que a una crisis estructural del sistema.

En un país inmerso en su propia burbuja gracias a su posición geoestratégica, puede que los frutos de la bonanza económica no hayan sido redistribuidos de una manera equitativa. En un país de fuerte tradición oligárquica es posible suponer que los beneficios hayan recaído en las mismas manos que suelen acaparar el poder, dejando desamparada a un amplísimo espectro de la sociedad turca. La consecuencia última degeneraría en una fuerte respuesta social cuya inconveniente más presumible es la asunción de cualquier forma de contestación radical y violenta frente a los desmanes de los estamentos privilegiados turcos.

Luis Pérez Armiño ©



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