Un elefante en la cacharrería




Hace poco releía esa famosa frase que asegura que todos tenemos la oportunidad de hacer historia pero que sólo los grandes podían escribirla. Mi querido Oscar Wilde, en su loable intento de vanagloriar el noble oficio del historiador, supo resumir en una sentencia memorable la grandeza de aquellos que están llamados a protagonizar esa gran historia de los relatos y los acontecimientos. Estos días, pasada la inicial tormenta mediática y analítica en torno a la figura de la recientemente fallecida Margaret Thatcher sólo se puede extraer dos conclusiones evidentes: después de transcurridos más de veinte años desde el final de su mandato, todavía divide a la opinión pública británica; en segundo lugar, pese a quién le pese, la Dama de Hierro es una de esas figuras protagonista indiscutible de la historia y del fin del siglo XX.

La historia se confabula para arrojar en determinados momentos a personajes singulares que parecen protagonizar episodios de hondo calado. Este es el caso de la antigua primera ministra británica, la señora Thatcher, denostada y adorada a partes iguales dependiendo de las tendencias de los observadores que fijen su mirada sobre ella. En una visión amplificadora, la izquierda internacional vio en ella al mismísimo diablo mientras que para los sectores más conservadores aquella mujer encarnaba todas las virtudes de un nuevo orden que finalmente nos explotaría entre las manos. Las calles de Londres se preparan para un funeral con honores militares para uno de los personajes más relevantes de la reciente historia británica mientras que las cuencas mineras del país celebran a golpe de gaita la desaparición de la señora Thatcher.


Ahora, su imagen ocupará los altares de los neo – cons y los nuevos abanderados neoliberales. Al fin y al cabo, aquella mujer tan inglesa abrió la puerta de par en par dejando paso libre a la brutal embestida de las leyes de mercado. Gran Bretaña, cuna de los famosos derechos sociales que debían tutelar la vida de los hombres y mujeres desde la cuna a la tumba, se convertía en nuevo campo de experimentación de las despiadadas premisas de un nuevo capitalismo que sabía que pronto se alzaría victorioso frente a la moribunda amenaza comunista que languidecía detrás del telón de acero a la espera de un tiro de gracia benefactor.
La señora Thatcher, ella sola, fue capaz de acabar con uno de los regímenes sindicales con más historia de todo el continente europeo. Sólo ella fue lo suficientemente poderosa para desmantelar en sus principios más básicos el estado de bienestar del Reino Unido a golpe de privatizaciones. Margaret concibió un mundo donde el Estado se convertiría en mero espectador de un juego en el que sólo cabían las reglas del mercado regulado por la ley de la oferta y la demanda. En la visión de la flamante y enérgica primera ministra británica el sistema capitalista había madurado lo suficiente como para mostrar sus garras y convertirse en dueño y señor de los designios universales. Y sólo la señora Thatcher, muy británica ella, fue capaz de embarcar a la gloriosa y pomposa Corona británica en una desfasada guerra colonial por unas inhóspitas islas perdidas en el Atlántico sur, en medio del frío y devastador océano. Casi sin saberlo, la señora Thatcher había reescrito la historia del enemigo provocando el final de la dictadura argentina.

Para bien o para mal, sin considerar a sus muchos detractores y a sus otros tantos aduladores, a la espera de nuevas hagiografías y de las muchas críticas que ahora se verterán sobre su figura, sólo se puede reconocer la personalidad de un líder que decidió entrar en la historia de la única forma que podía o sabía hacer: como un elefante en una cacharrería.

Luis Pérez Armiño©

Fuente de la imagen: Margaret Thatcher foto oficial

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